El Arriero del Sol

Aquí, en este pueblo andino, ubicado a más de 3000 metros de altitud, debe amanecer a las seis de la mañana para que todos los pobladores se despabilen y salgan de sus camas sin temor al implacable frío que azota y que, sin embargo, se retrae ante los primeros rayos dorados del amanecer. solo con estos rayos, el pueblo entero empieza a despertar, los agricultores se apuran en salir de casa e irse a labrar sus tierras; las esposas, se levantan a juntar el agua con la que solo se cuenta de seis a once de la mañana, los comerciantes barren sus calles y abren sus negocios... en fin, todo el mundo a sus quehaceres... algunos después que otros pero siempre empezando desde las seis. Un poco más tarde, yo también debía levantarme para ir a la escuela; no podía optar por la recurrida e infantil excusa del frío ya que el sol, hermoso y amarillo como era, me apuntaba justo a la cara desde que, adrede, mi padre había posicionado la cama frente al ventanal de mi habitación.

Así era todos los días y todos los años, aunque en invierno el sol se atrasara un poco, cosa conocida, nada raro para nadie, para mí —y para todos— el sol simplemente debía salir. No había más. A nadie se le había ocurrido que el sol no salía por su cuenta sino porque había alguien que lo incitaba a hacerlo. Pero nuestras creencias se tornaron en dudas cuando un día el sol no salió a las seis de la mañana, ni a las ocho, ni a las diez...

Lo recuerdo claramente, yo estaba dando vueltas en mi cama, con la cabeza hinchada por el hartazgo de haber dormido mucho, pero a la vez sin el valor para salir de la cama por el terrible frío que azotaba a sus anchas, dada a la nula presencia del cálido sol. Extrañada por la sensación de haber dormido más que suficiente, decidí ver mi reloj. Lo busqué a tientas en el velador y me lo puse al alcance de la vista, pero la oscuridad era tal que ni siquiera vi mi mano; tuve que apretar el botón superior derecho del aparato para encender su luz automática y poder al fin saber la hora.

—¡Siete y media! —exclamé sorprendidísima y me tiré de la cama, apareciendo en un dos por tres parada y apurando el paso a la puerta y luego hacia el cuarto de mis papás. En el camino, el frío me detuvo, volví por una frazada con prisa y salí al patio. Mis papás estaban allí con una linterna, sorprendidos ante el cielo oscuro, con varias estrellas, polvo cósmico y una media luna.

Me acerqué a ellos y cuando notaron mi presencia me acercaron hacia sí y me abrazaron, noté que mi mamá temblaba y murmuraba algo que tenía que ver con el fin del mundo.

—En mi reloj son las siete y media —atiné a decir.
—En el mío, las siete y treinta y ocho —respondió mi papá, contradiciendo con su expresión y tono de voz, aquel comentario que pretendió ser apacible.

Después, en un prolongado silencio, los tres escudriñábamos con ansias el cielo, como si así la luna fuese a dar paso al tan esperado astro.

—Nunca ha pasado algo así —comentó mi mamá con aquel gesto convincente que le sentaba tan bien y que no pude dejar de notar aun en esas circunstancias—. Claro que a veces amanece sin que podamos ver el sol por lo nublado del día ¡pero miren el cielo! estrellado y con luna ¡como si fuera de noche!
—Salgamos a la plaza —sugirió mi papá—. Todos deben estar reuniéndose allí.

Como ninguno de nosotros dormía con pijama, sino con buzos viejos, decidimos salir con las mismas fachas porque no era momento de lucir modas y no queríamos perder el tiempo. En la plaza, el cuadro era pintoresco (solo soy capaz de poner tal adjetivo ahora, después de cincuenta años en los que ya se disipó el pánico). Muchos hombres, alforjas en mano, a caballo, en moto y a pie, reunidos en la plaza, sin bajar la cabeza y con los ojos puestos entre aquellos cerros color arcilla al este del pueblo, con la esperanza de ver el sol, que por allí salía siempre. Las mujeres en todas las fachas, abrazándose entre todas, riendo nerviosamente algunas y otras llorando a moco tendido. También se encontraban los comerciantes, con cara de asustados, todos con linternas y termos de agua caliente. Además, en la pérgola se encontraba sentado el cura del pueblo, con una expresión tal que no me hubiera atrevido a preguntarle algo por temor a causarle algún infarto ¡así de compungido y preocupado estaba! El alcalde, por su parte, atinó a ordenar que se prendieran las luces de todos los postes.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó de pronto un comerciante en voz alta. Luego de tomar un sorbo de aquello que tenía en su termo y que, ahora sospecho, contenía algún líquido que le infundió valor para preguntar aquello sin empacho y aún continuar—. Señor cura, ¿usted sabe? ¿Crea que se deba a algún castigo?

En ese momento, yo apreté mis ojos con fuerza, creí que el cura iba desplomarse.

Todo me parecía tan carente de sentido, no podía creer que era cierto. Miré mi reloj. Casi las diez de la mañana ¡y no salía el sol!

Ese día, más allá del río de piedras verdes, como de costumbre, como lo había hecho siempre, un sujeto se levantó en plena oscuridad y se frotó las manos, quizá de frío, quizá por mera costumbre arraigada con los siglos; salió de donde estaba y llamó a su animal de montar, que no andaba lejos. Este animal no era ni mula ni caballo ni burro, él no conocía este tipo de bestias, su animal era una llama y la montaba con gran facilidad; es que no era tan fina y esbelta como el común de llamas. Ésta era recia, de patas anchas, piernas robustas y lomo firme como hay pocas; una llama como las que se mencionan en ciertas crónicas y cuya existencia se niega en otras; como las que todavía viven en forma natural y ganan los escasos concursos que promueven su crianza y mejoramiento. Se dispuso a montar su llama, cuando notó que una de sus patas traseras temblaba y a continuación era levantada por su dócil animal, que prefería mantenerse levantado con solo tres extremidades. Extrañado, decidió tumbarla para ver qué le ocurría, así lo hizo y pudo notar con susto que encima del casco de aquella pata de su llama se dibujaba una herida que si bien no era muy grande, sí parecía profunda, y si no sangraba era porque ya había formado costra, con tan mala suerte, que el objeto que causó tal tajo continuaba en su lugar, cubierto por la espesa capa de costra rojiza marrón. El pobre dueño y amigo de la llama se levantó y corrió asustado al manantial que quedaba cerca de donde él vivía, cogió un trozo de tela y lo mojó en esas aguas limpias. Mientras lo hacía, reparó en su imagen reflejada y por primera vez tuvo curiosidad de analizarse un poco. Tenía la cara grande y de facciones toscas, la frente con tres profundos surcos, los ojos pequeños, vivaces y negros que no parpadeaban, la nariz un tanto ancha, los labios grandes y gruesos y los pómulos pronunciados que resaltaban aún más por la poca carne que los cubría y que además parecía estar seca y pegada al hueso. Todas sus facciones parecían labradas en piedra por alguna mano ruda y tenían un color cobrizo. En estatura, no llegaría al metro setenta y presentaba una constitución delgada y ágil; si se le hubiera visto en el pueblo, no habría llamado la atención de nadie, a menos que al mirarlo largo rato notaran que nunca parpadeaba ni se rascaba la cabeza. Tampoco limpiaba sus fosas nasales ni sentía la necesidad de tragar la saliva que a todo el mundo se le acumula en la garganta; cosa más rara aún, nunca envejecía ni había sido tampoco más joven. En esas mismas condiciones había vivido siempre y siempre haciendo lo mismo.

Se acercó a su llama que continuaba echada, como sabiendo que su amo pretendía curarla, él le humedeció la costra para poder quitar aquel objeto que le había herido. Cuando logró sacarlo, vio que se trataba de un filudo trozo de hierro, medio oxidado. Extrañado, pensó que tal vez el accidente sucedió porque el día anterior cruzó el río cerca de donde se construía un puente, renegó por las pocas vías que tenía para salir de su casa y volver cada día... ¡En fin!, dijo para sí, como resignado. Se dispuso curar a su animal. Buscó plantas que pudiesen ayudarle y se apresuró a machacar las pocas que encontró. Sabía cómo curar una herida, pero nunca antes había tenido que hacerlo, era la primera vez que veía una. Y no le gustaba. Le asustaba.

Así se le hizo tarde, su llama no mejoraba, el tajo era más profundo e lo que había creído, y a pesar de que el fierro había salido, ésta no quería levantarse.

El preocupado dueño decidió bajar un poco, tal vez por el río encontraría más plantas buenas, tal vez incluso cruzando el río, casi por el pueblo.

Nadie salía de su asombro, pero no era momento de conversar, así que odo el mundo obedeció la orden de indagar por los alrededores del pueblo, a ver si encontraban algo extraño. El alcalde nos había explicado que con el avance de la ciencia y tecnología, cada vez eran posibles más cosas y que quizá alguna bomba lanzada al pueblo había ocasionado la ausencia del sol. Fue cuando mi profesora dijo que eso era absurdo: ¿quién nos bombardearía? Las preguntas y respuestas se multiplicaron. Curiosamente, los que más sabían eran quienes formulaban las preguntas y los que se permitían responder eran los de menor educación y no se basaban más que en su imaginación, bastante encandilada.

Finalmente, la teoría más plausible resultó que los extraterrestres nos atacaban (o quizá solo estuvieran experimentando) y por ello nos habían lanzado algún objeto durante la noche, que había causado tan terribles consecuencias. Se resolvió que tenían que haber muestras de aquel objeto y por eso todos debíamos buscar evidencias de ello. Algunos en sus casas, otros en la calle, por las afueras, todo mundo buscaba con poderosas linternas pero nadie sabía exactamente qué. Yo decidí irme hacia la “cruz santa”, al este del pueblo, esa zona era más descampada y sería fácil ubicar cualquier cosa... Pero no había nada, seguí andando y sin notarlo, casi llegué al río grande de piedras verdes. Allí había dos señoras y un hombrecito campesino, al principio no noté nada raro; pero después me di cuenta que mientras las señoras y yo veíamos todo sin saber qué buscar, el indiecito arrancaba decidido algunas ramas que se metía al bolsillo y seguía buscando. Se me hizo extraño, ¿él no estaba igual de preocupado que todo el mundo? ¿Estaba allí por otras razones, por hierbas?

—¿Para qué llevas esas hierbas? —le pregunté, sin contener mi extrañeza.

Esperaba que él sonriera, bajara la mirada y contestara con todo respeto, diciendo: "Niñacha”, como tratan los campesinos a la gente de bien; pero aquel no hizo eso. Primero no respondió nada (creo que no notó que le hablaba) pero después, cuando repetí la pregunta y le toqué el hombro, me miró asombrado, luego vio a la gente que estaba alrededor, todos buscando con linternas, entonces miró los postes y finalmente el cielo. Con una expresión que no podría interpretar, se levantó al instante y se fue corriendo, cruzando con brincos el río. No pude seguirlo con la mirada por falta de luz. Quise contárselo a las personas que seguían buscando, rezando y llorando, cada vez había más y algunas ya se aventuraban a cruzar el río. Decidí no decir nada, pero me quedé pensando en lo ocurrido, recordaba la cara del campesino, bueno, más que nada recordaba su expresión porque su cara era igual a la de todos los camayos de la chacra. ¿Qué estaría haciendo?

—¡Vaya! —dije al fin— ¡pero qué tonta! Seguro en las punas van a adorar al sol para que salga y él estaba recogiendo hierbas sagradas... Sí, debe ser eso. ¿Y si eso es lo que hace falta? Ay Diosito, ojalá, ojalá...

Era la primera gran angustia de su vida, no era para menos. ¡Con la preocupación por su llama había olvidado salir aquel día! Se había levantado temprano como de costumbre, había hurgado un poco entre las cenizas calientes y había sacado con sumo cuidado aquel “objeto” que siempre debía estar caliente, estaba a punto de acomodarlo en su espalda a manera de mochila, luego iba montar su llama e iba salir rumbo al oeste, bajando por entre los cerros arcillosos y cruzando el río. Como toda la vida, tras él saldría el sol, atraído de manera inexplicable, y recorrería el cielo para reflejarse en el "objeto" del jinete. solo por este reflejo produciría su brillo y podría alumbrar todo. El jinete solo pararía cuando estuviera al otro extremo del pueblo, bajaría de la llama, voltearía el “objeto” hacia sí, de manera que cuando volviera a su casa, no sería seguido por el sol nuevamente. Pero esta vez no había hecho eso... y ¡el sol no había salido! Agobiado, sintió que las sienes le estallaban. No sabía qué hacer. Recordó a la gente que había visto por el pueblo, todas buscando con desesperación algo en el suelo. ¿Y si lo sabían todo? ¿Ellos también estarían buscando hierbas? Su desesperación era grande, no por la importancia de su trabajo, más que nada porque era su razón de ser. Él solo “vivía” para ello, y había fallado...

Tan distraída estuve pensando en aquel campesino que casi me asusté cuando oí a una mujer gritando:

—¡Encontré algo!, vaya rareza, ¡miren todos!

La pobre mujer no imaginó lo pronto que se cumpliría su orden, porque acto seguido muchas personas la rodearon con desesperación.

—¡Qué es lo que has encontrado! —decían a gritos.

Ella, alzó decidida su mano derecha, en la que tenía un trozo de tela, yo no podía distinguir más, por la oscuridad y porque mucha gente me tapaba, además porque el trapo estaba tan apretado entre sus gordos dedos que apenas podía distinguírsele.

—¡Eso es un trozo de tela, mujer! —dijo uno de los hombres, y por su timbre de voz (y su inconfundible estilo) me atrevería a asegurar que fue el comerciante que importunó al padre.
—¡No! —respondió ella, con firmeza—. No es solo eso, en esta tela hay una imagen sagrada ¡dibujada con sangre!

En ese momento me di cuenta que había mucha más gente, todos hablando y empujándose. Traté de retroceder porque me faltaba el aire, la bulla me estaba aturdiendo y sentía que la cabeza me daba unas vueltas terribles. De pronto, un brazo me sostuvo con firmeza, firmeza que yo conocía bien, era papá que me sacaba de toda esa confusión.

¡Qué rabia! Me desmayé en el mejor momento y no pude ver nada de lo que pasó. Cuando desperté, estaba en mi cama y mamá estaba conmigo, abnegada como siempre.

—Mami —le dije— ya estoy mejor, puedo quedarme sola.
—No —respondió ella—. Hay demasiada gente, ahora todos están en la plaza, pero hasta la esquina de la casa llega la muchedumbre. Tu papá está allá, esperemos que él nos cuente lo que pasó. Espero que todas las familias sean igual de prudentes, es mejor que solo los hombres vayan. ¡Las mujeres y los niños en sus casa! Somos demasiados y en la plaza no entramos.
—Pero mami, entonces solo ellos tomarán la decisión si se precisa de alguna. ¿No será mejor que cada familia mande a algún representante sea hombre o mujer?

Ella no respondió nada. Creo que no lo tomó en cuenta. Yo tampoco lo repetí. De pronto, pensé en el campesino que había visto recogiendo hierbas, recordé que por ahí fue que la señora recogió el trapo ese... ¿Y si había alguna relación allí? Quise contárselo a mi mamá; iba a hacerlo cuando noté un haz de luz que se reflejaba en mi cama, mi mamá también lo vio. Las dos salimos a ver lo que pasaba.

¡Qué sensación de felicidad! ¡Era el sol! No podía ser mentira. Su luz, aunque tímidamente, empezaba a alumbrar todo. Por entre los cerros de siempre, se veía salir el sol, radiante, redondo, amarillo, brillante, cálido. No pude contener las lágrimas de la emoción. Mi mamá también lloraba. No recuerdo bien esa escena. Me parece que nos pusimos a reír y gritar como locas, llorando, corriendo, abrazándonos... No sé, no lo recuerdo bien, pero esos recuerdos borrosos me siguen conmoviendo mucho y hasta me hacen llorar.

Al otro lado del río… si bien la preocupación lo dejó perplejo en un primer momento en el que no atinaba hacer nada, cuando reaccionó, su primer acto fue el que debía hacer minutos antes de las seis. No le importó atravesar el río grande de piedras verdes sin tener el cuidado de no ser visto. Felizmente, no había nadie allí, por eso llegó tranquilo al otro lado del pueblo y también volvió sin novedad a su casa. Solo allí decidió ver cómo estaba la pata de su llama, la había esforzado mucho pero no había tenido opción. solo después de su recorrido dejó que reposara. Vio su pata nuevamente. Estaba mucho mejor, las hierbas habían funcionado, le tranquilizó la idea de que así podría salir al día siguiente sin problemas. Podría seguir saliendo siempre. Se sintió aliviado pero no del todo, sentía una gran culpa por su irresponsabilidad, aunque no podía hacer más de lo que había hecho. La impotencia nuevamente lo invadió, crispó todo su cuerpo y produjo ardor en sus ojos, aquellos ojos pequeños y vivaces que por primara vez sintieron lo que era una lágrima mojándolos y cayendo hasta las mejillas. Poco a poco fue relajándose, lloró más, se echó mirando el cielo, cerró sus ojos y suspiró hondamente.

Aunque en todo el pueblo se comentó durante mucho tiempo sobre la sagrada imagen, confieso que nunca la vi. En realidad mis papás tampoco llegaron a verla pero no lo decían. Todo el pueblo se jactaba de haberla visto, de haberla tocado de haberse persignado con ella, pero yo también lo dije y fue mentira, por eso creo que todo el mundo mintió, por eso algunas veían en ella a Jesús y otros a la Virgen. Es que, a pesar de frecuentar la iglesia, nunca tuve acceso a aquélla prenda sagrada. El sacerdote decía que era algo muy delicado; pero, en compensación, al poco tiempo mandó traer una estatua de la “Virgen del Alba”. Nos explicó que era a ella a quien había que rezar para que el sol siempre salga a su hora, pues ella lo incitaba a hacerlo y que era suya la imagen vista en el pañuelo y que si todos rezábamos como debíamos, nunca más iba dejar de salir el sol. Fue un alivio para todos. Poco a poco todo fue volviendo a la normalidad, solo que todos nos sentíamos afortunados cada mañana. Pronto, la virgencita tuvo muchos devotos y se le puso en un altar apropiado, con corona de oro y todo. Y bueno, desde entonces el sol sigue saliendo puntualmente. Con el tiempo se ha tergiversado mucho lo que pasó aquel día, se han agregado mentiras tan tontas que ya los jóvenes se resisten a creer algo, pero yo siempre que puedo cuento la verdad de las cosas. Es necesario que la gente sepa lo que pasó; que sepan cómo se encontró la imagen sagrada, para que siempre se rinda un culto sincero y el sol jamás deje de salir.

Por su parte, aquel funcionario de la luz solar, todos los días recordaría el suceso trágico de aquella mañana, pero la angustia fue mermando con el tiempo. Aun después de 50 años, seguiría pensando en ello pero ya con calma, como una anécdota en su vida. No una anécdota más, sino la única que tenía, lo único que escapaba a su eterna rutina. Por eso, cuando se esforzaba en recordar punto por punto todo lo que pasó, en sus labios secos y amoratados hasta se formaba un gesto que intentaba ser sonrisa, y la sonrisa parecía pronunciarse cuando recordaba las caras de angustia de toda la gente que vio. ¿Qué estarían haciendo todos? Cuando se abandonaba a la imaginación, hasta se divertía pensando “repetir el incidente” haciendo que amanezca a la medianoche o dejando al pueblo a oscuras un par de días. Claro que no lo concretaría. No podía volver a fallar nunca más. Bastaba con aquella vez. Por eso, desde entonces fue aún más cuidadoso, su llama nunca más volvió a accidentarse. No volvería a fallar —al menos no de manera casual. Pero, probablemente sí aprendería a divertirse un poco variando los horarios del sol. No de manera escandalosa, pero podría demorar o adelantarse una hora de vez en cuando, finalmente él podía hacerlo, él era el arriero del sol.

© Mayra Canales Humala —inédito.


Mayra Canales Humala (Lima, 1985). Estudiante universitaria de la carrera de Ingeniería en Industrias Alimentarias, pese a que su orientación profesional dista mucho del mundo literario, siempre fue aficionada a la lectura, obteniendo el segundo puesto en un concurso floral pre-universitario y una mención honrosa en el Concurso Nacional de Juegos Florales de la universidad Agraria la Molina.


Arte y expresión + Literatura