Origen

— I —

Mi madre sufre
de un crónico dolor de estómago
y yo hace mucho aprendí a llevar la tarde;
y aunque los magos no asumieron mi destino,
fue de viento lejano mi llegada al mar.
Quieto aparezco en la pequeña orilla
donde se detienen a pastar las gaviotas.
En la sangre de un mártir me condeno a diario
con la frente agitada por la brisa.

Mi madre sufre
de un agudo dolor de estómago
que la inunda cada tanto,
y con las manos sujetas al rosario
emerge presurosa a mi encuentro.
Yo en cambio carezco de tacto
y me poso en sus cuentas con desdén,
pues ella abriga la esperanza
y yo no abrigo más que olvidos.

En el olvido de sus pechos
descubro el ámbar de la muerte
y el dolor de haber sido sin quererlo.
No escucho el rumor del suelo
ni entiendo el sentido de las aguas,
pero ella es mástil de cedro oscuro
con las manos atadas al silencio.
Yo tan solo me precipito en sus abismos.

Hubo un tiempo en mi niñez
en que fui bueno:
ahora soy viejo
con la prolija estirpe de mis cadenas.
Cuando estuve ausente de las rosas,
y cuando estuve lejos de mi madre
fui un ave ligera de pies cansados.

Y recuerdo que hubo un momento
de solitarias tareas del hogar,
y mi madre empezaba entonces
sus dolores
en el jardín con sol y yerbabuena,
y no había nadie más para cuidarla
y nadie más supo su derrota.
Pero ella es buena y triste,
con ojos pequeños y asustados,
y cada noche me acompaña
con la sola idea de quererme.

Ahora ya es tarde y la luz se duerme.
Llevo los años contados en la cama
y todo parece una duda o una quimera
y a mi madre le han cesado los dolores.

Entre mi madre y lo que he aprendido,
un ganso en llama se levanta.

— II —

Padre,
hazme un lugar en tu cama
que hace frío.
Ese frío nace cuerpo a cuerpo
en la última esfinge del deseo:
el fuego no te busca
y la imagen en el agua es mentira.

Estoy buscando a mi madre en tus ojos
y solo veo a una mujer muerta.
Recorro tus parajes húmedos
con la frágil moneda de mis labios.
Mi madre es tan lejana
que ya tus brazos la olvidaron.
Y crece.

Todo crece año con año,
sombra con sombra.
En el recuerdo yace el misterio,
en la vida está el monstruo que se esconde.
Efigie última serán tus labios
del beso de Judas que reniega,
del cristo que se rompe en tus entrañas.
Todo se anuncia.
Y pasa.

Padre, ahí está mi madre a tus rodillas,
acurrucada en la palabra de tu diestra.
Madre, he ahí a mi padre:
hombre fuerte, con la debilidad del viento,
sujeto pequeño, gamonal fantástico y aterrado.
Hoy es la fiesta del silencio.
Mira hacia atrás la sal petrificada,
cambia de rumbo: amargo, incierto,
se transigente, corta y calla los murmullos.

Hace tanto conocí a mis padres,
que ahora es poca la sal y la mañana.
No hay más desiertos para el mundo.
Quienes callaron en tus desiertos
son figuras de cera del enigma.

Padre, Madre y Espíritu Santo,
el Hijo es la estirpe y el engaño.
A mi vera hay dos cuerpos,
carcomidos arden en silencio.
Uno es el mar que ya no canta,
otro el espejo que yo he roto.
Los dos cuerpos se deshacen
en la marea incierta de los dioses.

La cama está vacía.
El frío está en mi cuerpo.
Esta noche es diferente.
Padre, madre: ¿dónde están?
Tiembla mi mano
en lo oscuro de sus sueños.

© Gustavo Solórzano


© Gustavo Solórzano Alfaro escribe desde Costa Rica, y participó con este poema del primer concurso de poesía de Heptagrama.


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