Lepidópteros

Los tejados relumbraban como espejos oblicuos cegados por el sol. A esta hora aún no había ruidos, sólo el canto de jilgueros y el resoplar frio del viento que rebotaba en su rostro. Al frente una colina llena de juncos, sauces y arces. Un lepidóptero en el alféizar de la ventana, abría sus alas multicolores levemente. Se inclinaba y se lanzaba al vacío, levantando vuelo. La habitación olía levemente a licor y cigarros. Fue una mala noche; pero el comienzo del día parecía estupendo.

Era viernes. Aquella semana había sido una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaba, lo único que descansaba era su cuerpo; porque en su mente él continuaba divagando, pensando, interrogándose… decidiendo. Permanecía parado como una estatua a lado de su ventana. Miraba al frente justo antes del amanecer. Parecía disfrutarlo. Quizá solo pensaba. Este ejercicio lo repetía con frecuencia desde que volvió a la ciudad; pero empezó mucho después de conocerla.

El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El lepidóptero se había posado sobre una de las ramas del sauce más cercano. Sus colores brillaban con más intensidad por el sol que ya estaba alto, de pronto alzó vuelo. "¡Diablos! Se hace tarde", pensó. El vuelo de la mariposa lo había despertado.

Los automóviles con sus pequeñas y ruidosas bocinas le advirtieron del lugar donde se encontraba. Observó a los lados y cruzó la calle. Consultó su reloj, "aún estoy a tiempo".

"Siempre impuntual, Joseph". "Hola", respondió, sin más disculpa que el saludo. Ella sonrió. "¡Qué fresco eres!", le decía mientras arqueaba su cuello y lo besaba. Caminaron hacia el lugar, era tarde. Eso parecía ya no importarle. A ella le atormentaba el hecho de faltar al examen. Le molestaba su rigidez para ciertas cosas que él detestaba (como el asistir a clases o su solemnidad cuando estaban con sus padres). Joseph solo quería decir algo; pero en ese momento no sabía cómo, mucho menos por qué. Decir, explicar… pensaba. Ya estaba decidido, lo haría.

Otro factor complicaba las cosas: era que aquella semana había recibido una llamada de sus padres pidiéndole volver. Esto iba a ser más engorroso; pero la culpa era enteramente suya por no negarse a ir. No quería volver, pero no lo dijo, incluso cuando su madre lo convenciera a tomar el tren aquella misma tarde. Se calló, como si aquello nunca fuera a suceder. Y ahora no había marcha atrás, tendría que decírselo. Se iría.

Dubaliett era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de asistir a la mayoría de sus clases se pasaba el resto del día conmigo, o tejiendo en casa. Las veces que almorzaba con sus padres, me recibía en su gran sofá con una pieza a medio hacer. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Ella no era así, su madre decía que tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para su papá, echarpes y chalecos para ella. A veces me regalaba un echarpe o dos, dependiendo del frío. Yo era amable con su padre, él no tanto conmigo. Los sábados íbamos al centro a comprar lana; Dubaliett no tenía fe en mi gusto. Se complacía con los colores que yo escogía, le hacía mucha gracia. No tienes buen gusto, solía decir. Aprovechaba esas salidas para llevarla a casa y tenerla para mi toda la tarde. Íbamos saliendo dos años.

La primera vez que accedió a visitarme, me senté a verla desde la puerta del dormitorio. La luz vespertina le daba un aire romántico al asunto, tal vez por eso recuerde todo con más exactitud. Luego abrió todos los gabinetes de la cocina y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. "La cama es enorme".

Faltaron a clases, la llevó a su habitación. Ella pareció disfrutarlo. Él avecinaba el final… Se apoyaron en la ventana; delante de ellos, el ocre caliente del sol chapoteaba detrás de los arces. Desde el umbral donde se habían colocado se podía vislumbrar toda la colina. Entre los juncos y el sauce, los insectos revoloteaban de un lado hacia otro, el lepidóptero de la mañana revoloteaba sobre las flores. Esa imagen les encantó. "Mira qué bonito", dijo ella.

Entonces lo decidió. No iba a dejarla.

© Carlos Rodríguez Taco


Carlos Rodríguez Taco (Arequipa, 1987) es un bachiller en derecho y ciencias políticas; además de estudiante de Literatura en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad San Agustín de Arequipa. Sus cuentos han sido publicados en revistas en Arequipa, Bolivia y Ecuador.


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